Vivimos unos años donde el Zombie se está convirtiendo en el rey
indiscutible del género de terror. El avance del culto al zombie ha sido lento pero imparable, al igual que su
comportamiento natural: Una ola de carne putrefacta que lo arrasa todo, hasta
convertir lo que muerde en uno más de la legión de cadáveres andantes. Atrás
queda el caduco vampiro, que casi huele a Floid en algunas películas, o la
momia envuelta en papel reciclado una y otra vez en la misma pirámide. O el
hombre lobo, que ya no se llevan los machos con pelo. Y eso que el género de
terror ha intentado actualizar sus clásicos para adaptarlos a los nuevos
gustos, y tenemos vampiros que brillan, lobos sensibles (en forma de lobo, que
la mayoría ya lo eran a la luz del día) e incluso fantasmas y otros horrores
que se pasan al bando de la luz para ayudar a los humanos en su lucha contra la
Tiniebla.
Pero ninguno de esos intentos les ha servido para mantenerse en sus
respectivos tronos: El zombie llega, muerde, derriba y destroza o arrolla. Nada
queda tras el paso del zombie. Salvo mucho merchandising. ¿Y porqué? Le he dado muchas vueltas a la cabeza
buscando una respuesta a este atractivo hacia el cadáver andante y siempre
llegaba a las mismas conclusiones: el zombie es atractivo porque no duda, no
tiene moral, es como un elemento de la naturaleza, una plaga, una epidemia,
algo con lo que no puedes dialogar, que tienes que combatir, que no te deja ser
cobarde. El zombie es sí o no, no tiene medias tintas. O sobrevives o te unes a
ellos. El zombie vive en tu mismo mundo, no en castillos rumanos o bosques
neblinosos. El zombie tiene muchos puntos en común contigo, tantos que incluso
puede ser tu abuelo o tu hermana. Todo eso nos hace sentirnos fascinados por el
zombie. ¿Si? Pues no. Hay algo más...algo más oscuro que es la verdadera razón
del triunfo del hombre-Z.
Podemos matarlos.
¿Sí, y qué? También a vampiros, hombres lobo y
otras criaturas de la noche. Todos son
vulnerables, todos perecen bajo la estaca, el exorcismo, el acónito, la bala de
plata...
Pero hay una diferencia... el zombie es ese vecino molesto, es tu
ex-jefe, es el tío que te quitó el aparcamiento o el chico de tu colegio que se
reía de tus gafas. El zombie es el macarra que no te deja dormir por la noche,
el que atruena el barrio con la música chunda-chunda. Es también el político
que te roba, el carterista del metro, o
el matón al que nunca podías ganar en una pelea.
Ahora los puedes matar. Ya no hay ataduras sociales o morales, ya no hay
leyes o castigo para el que mata a una de estas personas, porque al convertirse
en zombies, han fracasado como humanos, y te ponen en bandeja tu venganza:
Puedes matar personas, sin ni siquiera sentir remordimientos éticos.
Creo que matar zombies es una forma subconciente de elevarnos en la
jerarquía social, de demostrarles "a ellos", a los que siempre nos
jodieron, que ahora son ellos los que están a tu merced. Que puedes reventarles
la cabeza, esa cuna de malas ideas y pensamientos, para que de una vez por todas
puedas cobrarte venganza por las humillaciones pasadas. Para que puedas
hacerles eso que siempre has soñado en secreto.
Ahora tu ex-jefe camina hacia tí, vacilante, las ropas desgarradas,
mirándote con ojos vacíos. Ya no tienes que tragarte la bilis nunca más, puedes
destrozarlo impunemente. Con una barra de hierro, un pistolón o incluso a
patada limpia si lo derribas. Y tras él avanza el que te robó aquella novia en
el instituto, o el cabronazo que te roba la revista del buzón, o el miserable
que es incapaz de dejar de fumar a pesar de que sabe que te molesta...
Los zombies son el sparring de nuestros fantasmas, la válvula de
fantasía a través de la cual liberamos esos instintos ancestrales que nos
hablan de lucha, de vida o muerte, de compensación y venganza. Los zombies son
nuestros enemigos de toda la vida, pero aislados de un contexto de leyes y
códigos morales.
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