sábado, 22 de mayo de 2010

TU VESTIDO MANCHADO DE BARRO






   Atornillé el último tablón de mi refugio sabiendo que sería insuficiente; en las horas venideras, el ejército alemán rompería las defensas y tomaría la ciudad. La madrugada me contaba eso, con los diferentes sonidos amortiguados que llegaban del Oeste y que yo interpretaba gracias a mi dilatada experiencia como soldado. Hacía rato que la artillería enemiga interrumpió su bombardeo. Ahora escuchaba, lejano, el fragor de las armas cortas y los motores de los blindados. De cuando en cuando, estallidos de granadas y obuses. Sin necesidad de verlo, podía imaginar el resplandor de las explosiones entre los árboles al otro lado del río y las siluetas confusas de los hombres luchando en la oscuridad.
   Me retiré del agujero del muro que había cubierto con tablas y descendí entre escombros hasta el sótano de la casa. Paulovich y Radunoff dormitaban en un rincón, arropados en sus mantas desgarradas, sucias de polvo. A su lado, un par de fusiles y los restos envueltos en papel de algunas provisiones de campaña. No nos quedaba nada más. Ni medicinas, ni munición, ni combustible para las lámparas, que pronto se apagarían sumiéndonos en las tinieblas.
   Me senté en el suelo, junto a ellos, preguntándome si llegaría a ver la luz del alba. En el exterior caía una fina llovizna que se filtraba a través de las múltiples grietas del entarimado que nos cubría; de la casa que había sobre él, sólo quedaba parte de la estructura; La Luftwaffe había hecho bien su trabajo en los días previos.
   Busqué con la mirada la baraja de cartas que habíamos compartido durante la contienda; unos naipes tan manchados que podíamos reconocer cada carta por la suciedad del dorso; el tres de picas tenía unas salpicaduras de sangre en forma de trébol. Vladimir había muerto sobre él, alcanzado por la metralla de una explosión de mortero. Desde entonces, habíamos perdido el interés por el juego. Las cartas estaban ahora desparramadas por el suelo, como esperando nuevas raciones de sangre; Paulovich las había arrojado allí antes de dormirse. Quizás le molestaran en el bolsillo.
   Pensé por un momento en recogerlas; al menos podría ocupar mi tiempo ordenando el mazo, mirando sus dibujos. Pero estaba demasiado cansado. Sólo el temor de que la muerte me sorprendiera durmiendo me hacía mantenerme en vela.
   Paulovich, Radunoff y yo habíamos decidido que aquello no iba con nosotros; aprovechando la oscuridad y la fatiga de los centinelas, desertamos semanas atrás. Huimos a lo largo del río, a través de nuestras propias líneas. El ejército ruso castiga la deserción con un tiro entre los ojos, pero hasta eso es preferible a las jornadas de lucha y la agotadora desesperación de la guerra. Viajábamos de noche y nos ocultábamos de día en los bosques, ateridos de frío pero sin atrevernos a encender un fuego que pudiera delatar nuestra posición. Sin embargo, no nos movíamos tan aprisa como avanzaban los alemanes; el repliegue de nuestras propias tropas y los batallones de Panzers se movían a nuestras espaldas, a veces incluso sobrepasándonos. Nunca estábamos lo suficientemente lejos ni de los nuestros, ni del enemigo. Y finalmente nuestras fuerzas se agotaron en Varishtalla, la ciudad donde nuestro batallón había recibido la orden de resistir hasta la muerte.
   Habíamos permanecido en aquel sótano durante tres días con sus noches y lejos de recuperar algo de vitalidad, nos sentíamos cada vez más enfermos. Al principio, buscamos entre las casas provisiones y equipo; pero la población civil, al abandonar la ciudad, se lo había llevado todo. La ciudad estaba vacía, rodeada y condenada. Un inmenso cementerio donde se podía escoger libremente el lugar donde perecer; yo había elegido aquel sótano.
   Aparté la mirada de las cartas extendidas en el suelo y cerré los ojos para concentrarme en los sonidos del combate. Las explosiones parecían resonar más cerca. Avanzan muy deprisa, me dije. Quizá los nuestros se repliegan hacia la ciudad, o quizá no quede ya nadie para luchar entre los edificios derrumbados.
   Un rato después, cesó el ruido del combate. Un silencio espeso se enredó en la noche, roto tan sólo por el goteo de la lluvia. Calculé en una hora el tiempo que el enemigo tardaría en reagruparse y entrar en la ciudad. ¿Para qué la quieren?, pensé con amargura. Sólo quedan escombros y cadáveres carbonizados.
   Haciendo un esfuerzo, me incorporé y volví a trepar por el montón de cascotes del lado Norte. Algunos orificios entre los ladrillos permitían ver la calle. Tumbado sobre el vientre en una incómoda postura, pegué la cara a la pared y miré al exterior.
   Entonces, la vi y me quedé sin aliento.
   Había una mujer en el centro de la calzada.
   Permanecía inmóvil bajo el aguacero, mirando hacia la lejana oscuridad de los bosques. La cubría un raído capote de lona, tal vez robado a un muerto. En sus manos sostenía  una botella de vino y dos copas.
   Durante un buen rato, contemplé a aquella mujer, sin comprender de dónde había salido ni qué pretendía allí parada en mitad de una ciudad devastada. La lluvia resbalaba a chorros por sus cabellos, formando regueros sobre el capote. Tenía los pies hundidos en el fango.
   Sentí un tremendo deseo al contemplar la botella de vino que sujetaba. Después de tantos meses de masticar nieve, un buen trago de alcohol debía resultar exquisito. Miré hacia mis compañeros dormidos, pero la lámpara se había apagado y ahora el sótano era un pozo de negrura. Pensé en avisarles, pero temí que en ese espacio de tiempo la mujer –y su botella- se marchara. Al fin y al cabo, me dije, soy el único que está despierto. Y ya todo da igual.
   Aparté con cuidado un par de tablas para abrir un orificio a través del cual poder salir. La lluvia me recibió haciéndome tiritar, mientras me incorporaba con esfuerzo, a pocos metros de ella. Debió escuchar el ruido de la grava al resbalar bajo mis botas o tal vez intuyó mi presencia. Se giró hacia mí.
   -¿Dimitri? ¿Eres tú, querido? –preguntó.
   Permanecí en silencio, observándola al abrigo de las sombras. Tenía unos cuarenta años, o tal vez diez menos y mucho dolor en el rostro. Su voz temblaba.
  -Ya ha terminado todo, ¿no es así? Sabía que ganaríamos. Los demás se marcharon; tenían miedo. Pero yo sabía que ganaríamos y que volverías por mí. Por eso te he esperado. ¡Mira!
   Dejó la botella y las copas en el suelo, con cuidado, y se arrancó el capote de un tirón. Debajo, llevaba un vestido blanco ceñido al cuerpo, toscamente cosido. Era fino y pronto la lluvia lo adhirió a su figura delgada.
   -Lo he hecho para ti...¿Recuerdas aquella foto de Marlene Dietrich que me enseñaste? Lo he copiado. Con nuestras sábanas de recién casados.
   Abrió los brazos y giró sobre sí misma, para que pudiera contemplar su trabajo. Yo tragué saliva, imaginándola en la soledad de una casa en ruinas, trabajando en el vestido mientras las bombas caían a su alrededor y la población se marchaba al interior del país, huyendo de los nazis.
   -¿Dimitri? ¿No te gusta? ¿Porqué no dices nada?
   Avancé hacia ella en silencio, mientras descubría mi rostro para que pudiera verme. Nuestras miradas se encontraron. La mujer me miró largo rato y comprobé que  había sido hermosa. Alargó su mano y acarició mis mejillas con dedos temblorosos.
   -¡Cómo has cambiado! –murmuró- Dimitri, te hace falta un afeitado, y comer algo. Te has descuidado mucho.
   -No soy Dimitri –dije.
   -Ahora que todo ha acabado –prosiguió- la gente volverá. Compraremos cebollas y te haré una sopa. Hay que esperar a que Konev abra el comercio, cuando amanezca. ¡No sabes cuánto te he echado de menos! ¡Había ratas en casa, Dimitri! ¿Lo puedes creer? ¡Ratas!
   La mujer retrocedió un paso, sonriendo.
   -¿Qué te parece el vestido?
   Miré hacia el horizonte. El rumor del ejército enemigo ya era audible; se acercaba.
   -Es precioso –respondí, y sus ojos se iluminaron.
   Como si hubiera esperado mi respuesta como señal, se agachó y recogió del suelo la botella y las dos copas; me ofreció una de ellas, llena de agua de lluvia.
   -¡Brindemos! –rió- ¡Por el final de la guerra! ¡Por nosotros!
   Alargué la copa tras vaciarla de lluvia. Ella quitó el tapón y levantó la botella, vaciando parte de su contenido en mi copa; no era vino, sino agua turbia, cenagosa. Probablemente, había desenterrado la botella entre los escombros de alguna bodega o del equipaje innecesario de algún cadáver. En su locura, no advertía la diferencia.
   Cuando hubo llenado mi copa, hizo lo propio con la suya y la alzó con los ojos chispeantes de felicidad.
   -¡Por nosotros, Dimitri! ¡Por nosotros y nuestro futuro!
   Contemplé la copa, alegre por el hecho de que la lluvia ocultara mis lágrimas; no tuve valor para negarme al brindis, para decirle la verdad o simplemente abandonarla a su suerte, con su vestido blanco en medio de las tinieblas. Bebí con ella, recibiendo en mi paladar el sabor del fango y de mi llanto.
   Me quitó la copa de las manos y volvió a dejarlo todo en el suelo. Luego vino hacia mí y me abrazó con fuerza, enterrando su rostro en mi pecho. La estreché entre mis brazos, y ella rompió a llorar.
   -¡He pasado tanto miedo! ¡Pensé que no volvería nunca a verte! ¡No vuelvas a dejarme, Dimitri!
   Sentí que me golpeaba débilmente, como castigándome por mi ausencia. Mientras acariciaba su pelo para tranquilizarla, pensé en regresar al sótano, coger un arma y pegarnos un tiro allí mismo. Pero siempre he sido un cobarde, y los alemanes llegaron antes de que pudiera decidirme. A la luz triste del alba, una avanzadilla de soldados aparecieron tras las casas en ruinas. Cuando nos vieron, alzaron sus fusiles y uno de ellos gritó:
   -Stehen bleiben! Hände hoch!
   Obedecí, alzando las manos por encima de mi cabeza. Ella miró acercarse a los soldados, sin comprender lo que sucedía; seguía aferrada a mi abrigo, sorbiendo sus lágrimas.
   Un soldado le hizo gestos con el fusil, gritándole órdenes que no podíamos comprender. Al fin, cansado de esperar, se abalanzó sobre ella y la arrancó con violencia de mi lado; la mujer perdió el equilibrio y cayó sobre uno de los charcos que llenaban la calle. La recuerdo arrodillada, mirando con horror su vestido manchado de barro, mientras los alemanes reían con fuerza. Trató de limpiarse con las manos, mientras lloraba; yo supe que no entendía lo que estaba pasando: su llanto se debía, simplemente, al hecho de haberse ensuciado.
   Incapaz de soportar la escena por más tiempo, traté de ayudarla a incorporarse; los soldados me conminaron con gestos abruptos a que me detuviera. Dudé unos instantes, y alguien disparó. El impacto en mi pierna me derribó de bruces al suelo, abrumado por el dolor. Luego, todo se volvió confuso. A través de mis propias lágrimas, vi a los soldados levantar a golpes a la mujer; Uno de ellos daba gritos señalando con su mano hacia la entrada del sótano donde me había estado ocultando. Una ráfaga de ametralladora me hizo encogerme de miedo. Al mirar, pude ver cómo Paulovich caía sobre los escombros de la calle, alcanzado por las balas. Varios soldados corrían hacia nuestro refugio. Vi como arrojaban una granada al interior oscuro; hubo una explosión que hizo vibrar el agua de los charcos sobre los que permanecía tendido. Cuando se disipó el humo, dos soldados entraron en el sótano. Salieron pocos segundos más tarde, haciendo elocuentes gestos de que ya no había peligro. Imaginé absurdamente una baraja de cartas chamuscadas cayendo despacio en el aire, como hojas de otoño.
   Un soldado me tumbó boca arriba de una patada. A punto de desvanecerme de dolor y agotamiento, giré el cuello para ver qué le sucedía a la mujer; la conducían hacia las ruinas de una casa, sin dejar de propinarle golpes para que se apresurara. La llamé a gritos.
   -¡Mujer! –cuando se giró para mirarme, con los ojos embargados por el pánico, le pregunté:- ¿Cómo te llamas?
   Sin saber porqué, conocer  la respuesta a aquella pregunta se había convertido en lo más importante en mi vida. Aún hoy no sé explicar para qué necesitaba saber su nombre. Le repetí la pregunta, rezando para que me contestara antes de perderla de vista, antes de que los alemanes terminaran de una vez con todos nosotros. No sé si me respondió o no. Para acallar mis gritos, el soldado que había junto a mí me golpeó con fuerza en la cabeza, y la noche cayó de repente.

* * *

   Los años que siguieron hasta el final de la guerra, transcurrieron lentos como cambios geológicos. Cada día en el campo de exterminio de Plaszow, en Polonia, sentía deseos de morir mil veces; Tan terribles eran nuestras condiciones. Sin alimentos, sin ropa apenas con la que abrigarnos, y soportando a diario el olor acre de las chimeneas donde se quemaban los cadáveres. No sé qué me hizo sobrevivir, pero finalmente, a principios del año 1944, los soldados del ejército rojo, en su reconquista, liberaron nuestro campo; Si lo hubieran hecho los americanos, tal vez habría tenido tiempo de reconstruir mi vida y olvidar los horrores de la guerra. Pero yo era un desertor, y los rusos no olvidaron. De Plaszow, denunciado por algunos oficiales supervivientes, me trasladaron casi sin dilación a un Gulag en Siberia, uno de esos campos de prisioneros de los que aún hoy reniegan nuestros ciudadanos. Permanecí en él diez años, comiendo purés servidos por nuestros guardianes sobre el faldón de nuestros uniformes de presos, y sufriendo tortura sistemáticamente. También aquí creía que mi cuerpo y mi mente se romperían de una vez por todas, pero el aliento de la vida no me abandonó. Y hoy, con el cuerpo envejecido y cubierto de cicatrices a mis setenta y ocho años, duermo cada noche preguntándome para qué me puso Dios en este mundo.
   Y a pesar de todos los horrores vividos, y de todas las personas a las que he visto morir a lo largo de mi vida, no dejo de recordar a aquella mujer del vestido blanco de la que jamás supe su nombre, y me pregunto cada noche, antes de ser atrapado por las pesadillas que envenenan mi descanso, cuál fue su destino, y si finalmente pudo reunirse con Dimitri y lucir para él aquella ropa que había confeccionado en sus noches de locura.
   Tal vez por ella me mantuve con vida, sin saberlo, durante todos los años de mi cautiverio; Yo, que en toda mi vida no he amado más mujer que a mi madre, porque mi desdicha me impidió llevar una existencia acorde a mi edad y a mis deseos, la recuerdo cada día como a un viejo romance de juventud, y el tacto de sus dedos acariciando mis mejillas aquella noche sin esperanza me acompañará hasta el fin de mis días.

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