Tarus se inclinó sobre el arzón de su silla de montar para poder ver mejor la carga de la caballería pesada. Aquella era su última baza, la maniobra que decidiría, por fin, el curso de la tremenda batalla que, desde hace días, se libraba en Los Llanos Salvajes. Contempló, satisfecho, las filas apretadas de jinetes, la ola de carne y acero que se precipitaba a través de los campos quemados contra los orcos; ningún ejército había aguantado jamás una carga así, porque ningún caudillo en la historia de las Guerras de Tyrmaral había conseguido reunir tal cantidad de soldados bajo un mismo estandarte. Pero Tarus era un gran líder, y los mejores guerreros de todos los reinos le habían seguido sin discusión hasta las mismas puertas del Reino Oscuro. Y ahora, miles de caballos hacían retumbar la tierra en una oleada imparable, levantando una tormenta de polvo que cegaba la vista y apagaba el resplandor de las armaduras y de los hierros de las lanzas. Las filas de los orcos se removieron, a punto de romperse por el pánico. Solamente los bestiales gruñidos de los Comandantes Ogros los mantenían firmes, a la espera del choque.
Y en ese preciso instante, Ondalat, el mago blanco de Tarus, le golpeó el hombro sin ceremonias, para llamar su atención. Se giró hacia él dispuesto a recriminar su insolencia, pero Ondalat miraba el cielo con nerviosismo. Tarus alzó la mirada por encima de las espesas nubes de humo que se elevaban del campo de batalla, y contempló lo mismo que el mago: unas sombras oscuras de tamaño descomunal que desgarraban la capa de nubes cenicientas a velocidad meteórica.
-¿Qué demonios es eso? –le preguntó- ¿Algún conjuro de los chamanes orcos?
Ondalat negó con la cabeza.
-No, mi señor. No hay magia en eso, sea lo que sea.
Tarus frunció el ceño, mientras sus ojos seguían el rastro de los meteoros. El primero de ellos atravesó las columnas de humo más lejanas, siguiendo una línea paralela al campo de batalla. A medida que se aproximaba, Tarus pudo hacerse una idea del tamaño del meteorito: era grande como un carro de bueyes. Y varios asteroides más seguían al primero, casi copiando su trayectoria.
-¡Haz algo! –le gritó a Ondalat, al presentir dónde irían a parar aquellos objetos.
El mago, paralizado por la sorpresa, apenas tuvo tiempo de sacar las manos de su túnica, cuando el primero de los objetos golpeó la tierra, barriendo el flanco de la formación de jinetes. Tarus contempló, consternado, cómo docenas de caballeros eran arrollados por el meteoro, que cruzó las líneas de su caballería rodando estruendosamente. En pocos segundos, cinco objetos iguales impactaron contra su tropa, desparramando caballos y personas en todas direcciones, y rompiendo el ímpetu de la carga, ante los vítores y hurras de los orcos.
Ahora la llanura estaba cubierta de soldados agonizantes, caballos con las patas rotas y estandartes destrozados. Los jinetes supervivientes picaban espuelas, aterrados, en busca de algún lugar seguro. Una lluvia de flechas negras surgió de la formación de los orcos; luego hubo un grito de guerra, y rumor de tambores ogros.
Pero Tarus ya no estaba pendiente a todas esas cosas. De hecho, no podía apartar la vista de los seis enormes objetos que habían caido del cielo, y que por fin se habían detenido, tras cruzar rodando el campo de batalla.
-¡Por todos los Dioses! –murmuró, atónito-¡SON DADOS!
Y en ese preciso instante, Ondalat, el mago blanco de Tarus, le golpeó el hombro sin ceremonias, para llamar su atención. Se giró hacia él dispuesto a recriminar su insolencia, pero Ondalat miraba el cielo con nerviosismo. Tarus alzó la mirada por encima de las espesas nubes de humo que se elevaban del campo de batalla, y contempló lo mismo que el mago: unas sombras oscuras de tamaño descomunal que desgarraban la capa de nubes cenicientas a velocidad meteórica.
-¿Qué demonios es eso? –le preguntó- ¿Algún conjuro de los chamanes orcos?
Ondalat negó con la cabeza.
-No, mi señor. No hay magia en eso, sea lo que sea.
Tarus frunció el ceño, mientras sus ojos seguían el rastro de los meteoros. El primero de ellos atravesó las columnas de humo más lejanas, siguiendo una línea paralela al campo de batalla. A medida que se aproximaba, Tarus pudo hacerse una idea del tamaño del meteorito: era grande como un carro de bueyes. Y varios asteroides más seguían al primero, casi copiando su trayectoria.
-¡Haz algo! –le gritó a Ondalat, al presentir dónde irían a parar aquellos objetos.
El mago, paralizado por la sorpresa, apenas tuvo tiempo de sacar las manos de su túnica, cuando el primero de los objetos golpeó la tierra, barriendo el flanco de la formación de jinetes. Tarus contempló, consternado, cómo docenas de caballeros eran arrollados por el meteoro, que cruzó las líneas de su caballería rodando estruendosamente. En pocos segundos, cinco objetos iguales impactaron contra su tropa, desparramando caballos y personas en todas direcciones, y rompiendo el ímpetu de la carga, ante los vítores y hurras de los orcos.
Ahora la llanura estaba cubierta de soldados agonizantes, caballos con las patas rotas y estandartes destrozados. Los jinetes supervivientes picaban espuelas, aterrados, en busca de algún lugar seguro. Una lluvia de flechas negras surgió de la formación de los orcos; luego hubo un grito de guerra, y rumor de tambores ogros.
Pero Tarus ya no estaba pendiente a todas esas cosas. De hecho, no podía apartar la vista de los seis enormes objetos que habían caido del cielo, y que por fin se habían detenido, tras cruzar rodando el campo de batalla.
-¡Por todos los Dioses! –murmuró, atónito-¡SON DADOS!
Genial! ;) Muy divertido.
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