Quiso ser más poderoso que los demás. Pueblo a pueblo, devastó la tierra y regó de sangre las casas de los inocentes. Era la muerte encarnada en su figura monstruosa, que no había conocido amor de madre ni de mujer. Montaba un destrero enorme de ijares cubiertos de mierda, negro como la noche oscura y terrible. Era su voz un ronco grito de odio, era su armadura una confusión de placas oxidadas y chirriantes. Su espada, un hierro atroz embotado de sesos y sangre.
Éste era Baladur cuando Sir Lorair lo enfrentó. Y muerto de espantosa herida el asesino de hombres, el arrasador de provincias, parecía un fardo inmundo derramando poco a poco sus entrañas sobre la hierba. El paladín envainó su espada, agradeciendo en silencio la victoria a los arcángeles del cielo. Luego escupió sobre el cadáver y le murmuró…
-¿No querías dejarme gloria para mí, hijo de mil perras?
El destrero negro, huérfano de amo, se arrimó despacio a sir Lorair y le olfateó el guantelete de acero, que áun olía a sudor y muerte. Lo encontró familiar y resopló, satisfecho, dejándose montar.
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