domingo, 25 de mayo de 2008

FUMAR ES BUENO

Hace algún tiempo, escribí este relato, cuyo título choca frontalmente con las advertencias impresas en las cajetillas de tabaco. Y es que algunas veces, un mal hábito también puede salvarnos la vida...


FUMAR ES BUENO

Se detuvo en mitad del aparcamiento del supermercado, con las llaves de su coche entre los dedos. Hacía un instante que corría entre los automóviles para protegerse de la lluvia que, con intensidad, se derramaba desde el cielo. Ahora, la climatología le importaba un comino. De hecho, su mente se había bloqueado en el instante en que había mirado hacia su coche, porque su mujer estaba dentro, esperándole en el asiento del acompañante. Nada extraordinario, de no haber sido porque Jacqueline había muerto dos años atrás, en un brutal accidente de tráfico que le había llenado el cráneo de hierro y vidrios.

Pudo verla a través de las ventanillas empapadas del Citröen, mirándole con fijeza desde la ultratumba. Así encontraron su cadáver - se dijo, aterrorizado.- con la cabeza destrozada y el vestido cubierto de sangre. Distinguió con claridad sus cabellos empapados con aceite de motor y gasolina, su mandíbula casi arrancada de cuajo. Tras el accidente, él no había querido ver el cadáver. No soportaba la idea de tener que enfrentarse al cuerpo destrozado de la mujer que amaba con toda su alma.; Malgastó los dos años de su ausencia echándola de menos, incapaz de encontrar nuevas ilusiones en la vida. Dejaba pasar los días simplemente porque no tenía valor suficiente para suicidarse. Y ahora, Jacqueline estaba en el coche, esperándole como siempre que iban a la compra y él regresaba tras recuperar la moneda del carro.

El fantasma de su esposa elevó su mano derecha, con los dedos índice y anular extendidos, y los agitó despacio ante sus labios descarnados, en un movimiento de vaivén. Había visto aquel gesto cientos de veces; significaba: “¿Has comprado tabaco?”. Él siempre olvidaba a propósito comprarle la cajetilla. Odiaba que fumara, porque le preocupaba que pudiera enfermar a consecuencia de los cigarrillos. Pero con ese gesto, Jacqueline le obligaba a regresar al supermercado a por su paquete. Lo hacía a regañadientes, y a la vuelta, ella le recompensaba con un beso.

Incapaz de reaccionar, siguió mirando el espectro de su esposa. Ella aumentó la urgencia de sus gestos, clavando en sus pupilas una mirada como de carbones ardientes. Un lamento lúgubre, profundo, comenzó a escucharse a través de las ventanillas, y a Mario se le pasó por la cabeza la absurda idea de que tal vez en el más allá las almas siguieran con los vicios que tenían en vida. Por extraño que aquello fuera, su esposa muerta le pedía con desesperación un paquete de tabaco.

Mario retrocedió a trompicones, tratando de hacerse cargo de la situación. Estuvo a punto de caer sobre el pavimento mojado; luego, dio media vuelta y corrió hacia el supermercado. Lo compraría. Era absurdo, pero le compraría tabaco a un muerto.

Cuando estaba a punto de alcanzar el edificio, un ruido estridente que provenía del aparcamiento le hizo girarse, y entonces vio el accidente; el camión había tomado la curva a demasiada velocidad, y los neumáticos patinaron sobre el asfalto mojado. El conductor trató de frenar, pero sólo consiguió bloquear los ejes y hacer que el pesado vehículo avanzara en línea recta, hacia los automóviles aparcados. Hubo un choque tremendo, un estruendo infernal de hierro contra hierro; aterrorizado, Mario contempló como el camión embestía su automóvil, en el que estaba a punto de subir un instante antes de ver el fantasma de su esposa. La inercia hizo que el citröen girara muchos metros sobre sí mismo, escupiendo metralla y gasolina a su alrededor. Cuando se detuvo, no era más que un amasijo de hierros retorcidos, sobre el que caía con fuerza la lluvia. Jacqueline ya no estaba dentro.

Mario se dejó caer sobre el asfalto, mientras las lágrimas se derramaban por sus mejillas, mezcladas con la lluvia. Ahora sabía cuál había sido el propósito de su esposa, al recorrer la inmensa distancia que separa el mundo de los difuntos de nuestra realidad para pedirle un paquete de cigarrillos.

Mientras llegaba gente corriendo al lugar del accidente, Mario trató de calibrar el inmenso esfuerzo que debía haberle supuesto a su esposa aparecerse ante él; Jacqueline siempre había odiado que Mario la viera sin arreglar.

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