domingo, 25 de mayo de 2008

JANE PORTER

Desde muy pequeño, me codeé con una multitud de héroes de ficción: Sandokán, los tres mosqueteros, Winnetou, Flash Gordon...todos ellos habitaban en los libros que mi padre atesoraba en las estanterías de mi casa. Siguiendo sus recomendaciones, me embarcaba en la lectura de aquellas historias, y visitaba mundos fascinantes hasta altas horas de la madrugada, leyendo a la luz de una lamparilla de pinza.

Pero de todos los héroes, era Tarzán mi preferido. Como héroe, admiraba sus hazañas. Como rival, tenía celos de él; porque yo, en el fondo, también amaba a Jane Porter...




JANE PORTER


Nunca me gustaron las mujeres en blanco y negro, fumadoras de acuosa mirada que habitan en las películas antiguas. Las imagino perdidas en mundos sórdidos de gánsters y avenidas, reclusas de ciudades donde nunca amanece, donde toda la lluvia se vierte desde botellas acumuladas tras la barra de un night club.

Mi amor secreto fue siempre Jane Porter indefensa, semidesnuda, temblando de miedo en las noches profundas de Africa. Yo la rescataba segundos antes de que Tarzán lo hiciera, y la llevaba de beso en beso hasta los hoteles custodiados de palmeras de algún lugar lejos de los continentes conocidos. Allí habría amor sin contratiempos; sólo vagas ensoñaciones ajenas al orbitar implacable de los relojes, donde cubría de besos un cuerpo que aún olía a pavor y alimaña, tal vez sobre una cama con doseles de muselina; nunca pude desligar mis fantasías africanas de la imagen insidiosa de los mosquitos.

Vivir pensando en estos amores es una chiquillada y casi la condena al fracaso sentimental. Pero las páginas de los libros me abrían las puertas a mundos feroces y sólo prestaba atención a las historias cuando implicaban doncellas cimbreándose sobre los abismos del peligro y de la muerte. Las otras, las del blanco y negro, se me antojaban suicidarse lentamente entre trompetazos de jazz. Ni siquiera los frecuentes disparos en la noche o el revuelo de gabardinas entre los callejones podía hacer que las deseara. Indefectiblemente, las imaginaba oliendo a nicotina y sudor.

La estantería donde habitaban todos mis amores idealizados, estaba interrumpida por una ventana que no cerraba bien del todo. En invierno, penetraba un pequeño aliento helado a través del cierre de aluminio, que viajaba a través de los muebles y las butacas hasta encontrarme; ya se conocía el viento el lugar donde yo me recluía para la lectura: aquel cómodo sillón que ya no conservo. Acudía cada tarde a mi cita con Lady Marian, con Dale Arden y Arweën, con Jane Porter y Constanza Bonancieux. Si alguna vez fui fiel a una mujer, siempre vistió de papel y tinta. ¡Cuántas veces navegué en su busca surcando todos los océanos! ¡Cuántas millas recorridas a contrarreloj para salvarlas, a lomos de caballos infatigables! Incluso la galaxia se quedaba pequeña cuando se trataba de encender motores para seguir su rastro.

Pero entre todas ellas, tú, Jane, fuiste mi preferida. Quizá porque siempre conservaste tu elegancia inglesa, tu educación a prueba de matorrales y cocodrilos. Incluso –fantaseaba- tu perfume de orquídeas cuando te debatías en las garras de cualquier fiera pavorosa.

No te traicioné con el paso de los años; aún te conservo en mi estantería, la piel amarillenta y desencuadernada, ya en silencio. De las demás, poco a poco me fui librando; unas por fascistas, otras por ser demasiado blandas. Lo malo de atravesar la enorme laguna de los años es que se aprenden demasiadas cosas. Y con estos conocimientos que frenan los delirios de la adolescencia, fui olvidando los bucles de Constanza y la altivez de Ginebra. Pero no tu vestido remendado con pellejos de leopardo, tus pies manchados de fango ni tu lecho de hojarasca.

Tarzan era un tipo afortunado, pese a vivir en continuo sobresalto, en cruda batalla con la jungla entera. Pero en cada aventura, mientras él saqueaba las ruinas de Opar o recorría los continentes, había alguien más que te velaba, espiando como él en un principio, todos tus movimientos al abrigo de mi escondite. ¿No sentías mi mirada, Jane, cuando olvidada de tu autor te mecías en el porche de tu bungalow? ¿No había, además de la luna enorme del trópico, otra presencia que te iluminaba? No eres más que cuatro caracteres, Jane, adornados de adjetivos. Con músculos de verbos y sintagmas te movías por la plana geografía de las novelas; en la espesura de los renglones, en la jungla de palabras, en los exuberantes párrafos que habitabas. Y alguna vez, hoy lo confieso, llegué a acariciar tu nombre con los dedos, como si tu sustantivo pudiera, por un momento, simular tu piel en una página.

Anciano, con la vista cansada de tanto leerte, siento próxima la hora de abandonar el mundo. Y, aunque triste por no haber saboreado tu boca que imagino sabrosa de papaya y mango, me queda el consuelo de la certeza que ningún amante tiene: la de morir primero.


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